EN UN LUGAR DE LA MENTE
Samuel Martínez García. 1.º ESO
Colegio Diocesano Nuestra Señora de los Ángeles. Alicante
No recuerdo cómo llegué hasta allí.
Han pasado más de treinta años desde que abrí la puerta de aquel tren por primera vez. Quizás en otra vida, o quizás en sueños, yo sé que estuve allí.
Imaginé ese lugar muchas veces, yo, un niño con muy poco miedo y una imaginación desbordada al que los libros de caballería habían abierto un mundo mágico del que era difícil escapar.
Me encontraba viajando en un tren hacia ninguna parte. Un tren salido de otra época, con cientos de vagones vacíos ocultos detrás de puertas transparentes que chirriaban a mi paso.
Todo estaba oscuro. Apenas se podía diferenciar la luz de la luna plateando una pequeña ventana. Fue en ese preciso instante cuando me di cuenta de que algo iba mal. Allí estaba él, como petrificado, con una mano apresaba su espada y algo extraño escondía en la otra. Todavía el rigor de sus dedos de muerto hablaba de lo que le quitó la vida. Solo un valiente caballero era capaz de llegar al último vagón de aquel tren fantasma, pensé.
De repente, escuché un rumor metálico. Pensé en cientos de caballos galopando por las vías para darme alcance. Sobre cada uno de ellos, un monstruo de tres cabezas abría sus fauces para devorarme.
Agarré la espada del muerto, y en ese momento me di cuenta de que pesaba más que yo mismo. Intenté levantarla sin éxito, así que no tuve más remedio que armarme de valor y mirar desafiante a la bestia de la cual dependía mi destino.
Ser valiente en esas circunstancias es demostrar que uno está más loco de lo permitido, y más aún cuando te das cuenta de que, en realidad, la bestia no era una, sino cuatro, y cada una de ellas armada hasta los dientes. Parecían soldados espartanos, y, una vez que advirtieron mi presencia, espada en alto, se acercaban a mí en la más absoluta oscuridad de la noche. Tuvo que ser mi rostro iluminado por la claridad de la luna lo que detuvo su ataque.
Milagrosamente se encendió una luz. Pude ver el vagón con claridad, y, como si de un mal recuerdo se tratara, ante mis ojos apareció el cadáver de aquel caballero nuevamente.
Poco tardó el frío en apoderarse de mi cuerpo de niño de doce años. Un sudor helado se agarraba a mi espalda dejándome paralizado, y la angustia estrangulaba mi estómago como en un salto al vacío. El color de la sangre inundaba el vagón. Me sentí morir.
Cómo era posible que a cada paso que yo daba apareciera de nuevo aquel hombre muerto, y, lo que es peor, cómo era posible que, por mucho que yo corriese hacia los vagones del principio, siempre volviera al punto de partida.
Algo terriblemente extraño estaba pasando en ese tren. Mientras echaba la vista atrás para asegurarme de que los cuatro jinetes desalmados se aproximaban, tropecé de nuevo con el cadáver del caballero oscuro. Miré su mano cerrada, y esta vez tuve el valor de agarrarla y abrir su puño para descubrir que escondía un medallón antiguo en su interior. De un tirón arranqué aquella reliquia de entre sus dedos y, acercándola a mis ojos, pude ver que llevaba grabada una inscripción en una lengua que yo no conocía. En ese momento pensé que, después de tanta lectura de libros de caballería, yo debía haber aprendido, o al menos debía recordar alguna palabra de las que aquellos libros guardaban que pudiera ayudarme a conocer el secreto del medallón, pero, desgraciadamente, nada podía recordar, así que lo guardé en mi bolsillo y seguí corriendo en dirección al primer vagón.
Corrí y corrí. Mis piernas cansadas comenzaban a flojear, y pronto escuché una voz que me gritaba una y otra vez que estaba llegando al confín de la Tierra. Sonaba por megafonía, una y otra vez, en un tren de otra época que corría hacia ninguna parte. Nunca supe muy bien qué era eso del confín de la Tierra, pero a mí me sonaba a fin del mundo. Imaginaba que sería el final de las vías y que un tremendo abismo se abría bajo mis pies. Llegábamos a toda velocidad, y nada había más allá, solo la oscuridad de un vacío, negro, muy negro.
Para cuando quise reaccionar, los cuatro jinetes monstruosos ya me habían encontrado. Esta vez fueron ellos los que abrieron sus bocas y, cuando pensaba que me arrancarían la cabeza de un mordisco, cerré los ojos…
Entonces pude escuchar con claridad que me decían que tenía que saltar, que lo hiciera sin miedo, que el final de la Tierra era para los valientes. Apreté los dientes y salté del tren antes de ver cómo este se precipitaba en aquel agujero de gusano.
Comencé a caer. Caía y caía y solamente había oscuridad a mi alrededor, y un miedo atroz que me hacía gritar como un poseso. En ese momento sentí que algo en mi bolsillo comenzaba a darme calor. Metí mi mano y cogí el medallón, que se incendió ante mis ojos como una antorcha, iluminando todo el vacío, y unas palabras mágicas se escribieron en el aire con una fosforescencia radiactiva.
Levanté la mirada y leí: «No dejes de soñar».
Aquellas tres palabras eran la luz que necesitaba para encontrar mi camino. «No dejes de soñar, no dejes de soñar…», comencé a repetir una y otra vez mientras parecía seguir cayendo en un pozo sin fondo, pero esta vez yo no tenía miedo.
Fue en ese momento cuando sentí una mano que tocaba mi cara con dulzura. Abrí los ojos. Estaba en mi cama. Mi madre me miraba y sonreía mientras me recordaba que debía darme prisa en levantarme y preparar mis cosas o llegaría tarde a la escuela.
Entonces respiré. Respiré hondo, y pude sentir cómo el aire llenaba de nuevo aquellos pulmones que unos minutos antes se encontraban vacíos, negros, como aquella oscuridad en la que estuve cayendo sin final en un tren hacia ninguna parte. Ya no había ni rastro de los cuatro jinetes ni del caballero muerto, ni de nada de lo que me había ocurrido. Tan solo estaba yo, y, sobre mi cama, el libro que estaba leyendo cuando me quedé dormido, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha…
Ahora podía entender muchas cosas y, lo más importante, sabía que era capaz de vivir muchas cosas, porque toda la magia estaba dentro de aquel libro, de la misma manera que todos los sueños estaban dentro de los libros, y eso era la aventura más grande que nunca podría imaginar, o, mejor, eso era la suerte más grande que siempre estaría conmigo.
Nunca dejaría de soñar.
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